Solamente estoy escupiendo para sacar lo último

Autora
Caterina Calcagno
Fotos
Camila Kohn

En junio suele hacer frío, mucho. Yo odio el frío y nací en junio. Algo que no puedo cambiar pero sí puedo elegir no querer. Quejarme por lo menos. No festejo mis cumpleaños, no creo que alguien tenga un recuerdo de esa fecha, no existen. Desde que soy estudiante además es una fecha de estrés extremo, parciales, entregas. Es un no rotundo, una equivocación de la matrix nacer en junio en el hemisferio sur. Tampoco me saluda mucha gente, son pocas las personas que se acuerdan; no uso facebook así que ni por compromiso. De hecho creo que una de mis abuelas no me saluda desde que cumplí quince. Tengo veinticuatro.

El día que cumplí veintitrés mi teléfono sonó más de lo habitual porque por esa época había empezado a tener una relativa exposición en las redes por la revista que edito, Cachengue. No me acuerdo si estaba feliz o no (probablemente no), solamente sé que ese día fui al shopping, compré algo como para hacer una actividad fuera de la rutina que me recordara la fecha, merendé en Le Pain Quotidien y quedé con amigues para tomar una birra a la noche.

Por esa época yo atravesaba una depresión bastante profunda y retraída. Una depresión que poca gente notó; algunes amigues se lo tomaron personal y se alejaron. De mi parte, no tomé el alejamiento como algo personal porque yo no tenía registro de casi nada, lo único que hacía era leer, ir a clases y dar vueltas por la ciudad como un zombie. El verano anterior a ese invierno fatídico leí Por qué volvías cada verano de Belén López Peiró (2018, Madreselva), una novela donde la autora narra el abuso sistemático que sufrió en la adolescencia por parte de su tío, que alcanzó gran popularidad cuando la actriz Thelma Fardín denunció por abuso a Juan Darthes y contó que ese libro había sido de gran impulso. Lo que me quedó de eso fue cómo y hasta qué punto nos interpelan las obras que consumimos, y la confirmación de que es importante darle lugar a las historias que cuentan las nuevas voces; a las mujeres y a las disidencias históricamente oprimidas. Pensé en que si ese libro no existía capaz la denuncia de Thelma -que adquirió una escala mediática, para bien, claro- no se concretaba, esa oleada de publicaciones con el hashtag #MiraComoNosPonemos no se visibilizaba y quizás, tantas chicas -como yo- nunca nos hubiésemos animado a hablar.

Dormir era, de hecho, lo único que quería.

El día que cumplí veintitrés, además de recibir mensajes de gente que conocía por las redes, recibí una felicitación de la persona que abusó de mí de forma sistemática. Yo estaba con mis amigues en un bar cuando me alejé para mirar el celular, sentí escalofríos y me di cuenta que no podía contarle a nadie -porque estaba en un bar pero, sobre todo, porque hasta ese momento pensaba que nunca lo iba a poder contar- y me tomé un taxi hasta mi casa. Como estaba bastante cerca le pedí al taxista que tomara el camino más largo por Avenida Córdoba, como para agarrar semáforos, calculé que tenía diez minutos para recuperarme y que mi madre, que me estaba esperando en el departamento, no notara mi cara. Lloré toda la noche como hacía seis meses, cuando había empezado a llorar porque el departamento al que me tenía que mudar no me gustaba, y no pude parar hasta mucho tiempo después. Al otro día me levanté, me bañé -era el único método que tenía para cambiar de estado: jamás dormía-, caminé dos cuadras para tomar el subte H e ir a la facultad. A la vuelta ya estaba sola. Otra vez lloré hasta que se me acalambró el cuerpo; sentía los músculos casi inexistentes, desgarrados. Llorar era lo único que podía hacer.

Después, la decadencia. El Rivotril hacía tiempo no me hacía efecto y en una etapa de desesperación me sobremediqué para dormir. Dormir era, de hecho, lo único que quería. Estaba en la casa de mis padres y elles me dejaron, supongo que también querían un poco de paz. Ahí, entonces, dormí dos días de corrido.

Ahora miro las cosas que publicaba en instagram en ese tiempo y lo único que hacía era, de alguna forma, dejar pistas. O mejor, estaba denunciando algo ante quinientas personas. No sé si alguien alguna vez me leyó con una mirada un poco más personal, quizás todo quedó escabullido en el medio de una enorme denuncia colectiva, esa denuncia que desde el 2015 lleva el nombre #NiUnaMenos y de la que siempre me hice cargo. Ahora escribo esto y pienso en lo consecuente que fui. También pienso en quién va a leerlo, hasta dónde va a llegar, si va a tener réplicas y cuáles son; si tengo ganas.

Tengo ganas, es sábado a la noche y estoy frente a la notebook escupiendo con las manos, es una baba que necesita caer para dejar de molestarme, después de esto ya con una enjuagada quedaría limpia. Esto no es un vómito, eso sí requeriría una limpieza más profunda. Solamente estoy escupiendo para sacar lo último. Calculo que habrá reflujo; siempre hay. Pienso a quién tendría que intentar que no llegue: mi abuela. Ella lee todo, usa todas las redes sociales, es un peligro. Pienso si puedo inventar una mentira que me cubra e inmediatamente me acuerdo que ella algo sospecha. Es absurdo estar escribiendo para publicar y pensando cómo ocultarlo a la vez. Estoy otra vez en cero; repaso cuánto me costó la estabilidad emocional que tengo ahora, concluyo: mucho. Eso me hace dudar, ya sé que voy a dormir poco pensando en por qué lo pienso tanto, si realmente quiero. Me la juego y le mando a les editores. Antes, escribo un mensaje medio alarmante a mis amigas; pregunto en el grupo de WhatsApp si están despiertas, son casi las dos de la madrugada. Están. Me responden dos e inmediatamente me arrepiento. Qué hacen. Miran películas con sus novios. Vuelvo a Gmail y escribo: tengo algo. Adjunto link y mando. Ahora sí, me voy a dormir pensando en que ojalá Agos y Gon estén ocupades, fantaseo con que el mail se les pierde y todo esto que estoy diciendo en realidad no lo digo.

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